jueves, 27 de octubre de 2011

Envidias

¡Cuán envidiable nos parece a nosotros, pobres de fe, el investigador convencido de que existe un Ser Supremo! Para este magno espí­ritu el mundo no ofrece problemas, pues él mismo es quien ha creado todo lo que contiene. ¡Cuán amplias, agotadoras y definitivas son las doctrinas de los creyentes, comparadas con las penosas, mezquinas y fragmentarias tentativas de explicación que constituyen nuestro máximo rendimiento! El espí­ritu divino, que por sí­ mismo es el ideal de perfección ética, inculcó a los hombres el conocimiento de este ideal y al mismo tiempo el anhelo de identificarse con él. Los hombres perciben en forma inmediata qué es más noble y elevado, qué es más bajo y deleznable. Sus sentimientos se ajustan a la respectiva distancia que los separa de su ideal. Experimentan gran satisfacción cuando se le aproximan, cual si se encontrasen en perihelio, y sufren doloroso displacer cuando, en afelio, se han alejado de él. Todo esto serí­a así­ de simple e inconmovible; pero no podemos menos de lamentar si ciertas experiencias de la vida y observaciones del mundo nos impiden aceptar la existencia de semejante Ser Supremo.

Cual si el mundo no ofreciera ya bastantes enigmas, se nos impone así­ la nueva tarea de comprender cómo pudieron adquirir esos hombres la creencia en el Ser Divino y de dónde ha tomado esa fe su enorme poderí­o, que triunfa sobre «la Razón y la Ciencia» S.F.

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