¡Cuán envidiable nos parece a nosotros, pobres de fe, el investigador convencido de que existe un Ser Supremo! Para este magno espíritu el mundo no ofrece problemas, pues él mismo es quien ha creado todo lo que contiene. ¡Cuán amplias, agotadoras y definitivas son las doctrinas de los creyentes, comparadas con las penosas, mezquinas y fragmentarias tentativas de explicación que constituyen nuestro máximo rendimiento! El espíritu divino, que por sí mismo es el ideal de perfección ética, inculcó a los hombres el conocimiento de este ideal y al mismo tiempo el anhelo de identificarse con él. Los hombres perciben en forma inmediata qué es más noble y elevado, qué es más bajo y deleznable. Sus sentimientos se ajustan a la respectiva distancia que los separa de su ideal. Experimentan gran satisfacción cuando se le aproximan, cual si se encontrasen en perihelio, y sufren doloroso displacer cuando, en afelio, se han alejado de él. Todo esto sería así de simple e inconmovible; pero no podemos menos de lamentar si ciertas experiencias de la vida y observaciones del mundo nos impiden aceptar la existencia de semejante Ser Supremo.
Cual si el mundo no ofreciera ya bastantes enigmas, se nos impone así la nueva tarea de comprender cómo pudieron adquirir esos hombres la creencia en el Ser Divino y de dónde ha tomado esa fe su enorme poderío, que triunfa sobre «la Razón y la Ciencia» S.F.
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